El anuncio del presidente Rafael Correa de que hubo un segundo sobreviviente de la masacre en Tamaulipas posibilita un mayor esclarecimiento de lo que sucedió en esta tragedia, insólita incluso a la luz de la violencia alcanzada en México. Como lo dijo un lector de Reforma: no podemos ni imaginarnos el escándalo que con razón armaríamos los mexicanos si mañana acribillaran a 72 mexicanos en el desierto de Arizona.
Pero la magnitud del horror no facilita su comprensión. Quizá el sobreviviente hondureño, ya bajo custodia de la PGR de México, o el ecuatoriano, ya protegido por su gobierno en Quito, nos den más claves para entender lo que, en parte, es un enigma.
Se entiende que un grupo de criminales arrebate su "mercancía" (migrantes) a otro y busque aprovecharse: sea para reclutarlos como sicarios, para extorsionarlos o para usarlos como "mulas" para llevar droga a Estados Unidos.
Aunque esta afirmación genera dudas: ¿para qué quieren a mujeres embarazadas como sicarios?, ¿qué tipo de red se necesita para lograr la transferencia de fondos del Ecuador a México, o de Honduras a Miami, o de El Salvador a San Francisco para liberar a los migrantes?, ¿qué tan eficaces como "mulas" pueden ser unos aterrados migrantes, fáciles víctimas de la Border Patrol, la DEA o de las policías locales en Estados Unidos?
Pero sobre todo, a menos de que se trate de un escarmiento ante un enemigo de gran calado, parece extraño que la única alternativa de los criminales ante el rechazo de sus víctimas a cooperar sea masacrarlos, a todos.
Hay algo en todo esto que no termina de cuadrar. Por eso en El Salvador, algunos analistas ven la marca de la Mara Salvatrucha en lo sanguinario del caso: no les huele a Zetas o a cárteles mexicanos.
Lo que sí cuadra es algo que me aclaró el ex subsecretario de Estado norteamericano para América Latina, Tom Shannon, hace ya 5 años, a propósito del vínculo entre las bandas criminales y migrantes.
Shannon explicaba en una cena que hasta hace pocos años (entonces) los polleros (o coyotes) que ayudaban a pasar a los migrantes eran una especie de "sherpas" o guías que les ayudaban, no siempre con efectividad y nunca por generosidad, a atravesar el desierto, encontrar transporte después de cruzar y llegar así a su destino.
Desde México no se solía pagar mucho más de 500 dólares para llegar, por ejemplo, a Nueva York; desde Centro América o el Ecuador quizá se pagaban hasta 2,000 dólares porque los gastos eran más elevados.
Pero al empezar a cerrarse la frontera a partir de 2005, y posteriormente (agrego yo) ante la derrota de la reforma migratoria integral en 2006 y 2007, y ahora ante la pasividad de Obama al respecto, se ha vuelto mucho más difícil entrar a Estados Unidos sin papeles, pero no imposible: sólo más caro.
Al aumentar el riesgo, sube el precio; al incrementarse éste, el negocio se vuelve más jugoso. Y al transformarse en un negocio mucho más atractivo, atrae a más y mayores criminales.
Es exactamente el mismo fenómeno que sucede con el narco, según mi amigo y también ex comandante guerrillero salvadoreño Facundo Guardado que, a diferencia de su ex colega Joaquín Villalobos, cree que la persecución del narco sólo vuelve más atractivo ese negocio y más gente quiere participar.
Cuando el negocio de pollero o coyote se torna hiperlucrativo, las bandas de criminales no sólo lo quieren, sino que pelean por las rutas, los puntos de entrada y de salida, el transporte y la corrupción de las autoridades mexicanas y norteamericanas. De una manera u otra, seguramente en este proceso yace la explicación de la masacre de San Fernando.
La culpa es de muchos: de los países expulsores incapaces de darle empleo a su gente; las autoridades mexicanas que han descuidado la frontera sur y la migración interna desde hace años; pero más que nadie lo es de Estados Unidos, que al negarse a adaptar sus leyes a la realidad, sólo transforman para mal esa realidad: en el horror.
Pero la magnitud del horror no facilita su comprensión. Quizá el sobreviviente hondureño, ya bajo custodia de la PGR de México, o el ecuatoriano, ya protegido por su gobierno en Quito, nos den más claves para entender lo que, en parte, es un enigma.
Se entiende que un grupo de criminales arrebate su "mercancía" (migrantes) a otro y busque aprovecharse: sea para reclutarlos como sicarios, para extorsionarlos o para usarlos como "mulas" para llevar droga a Estados Unidos.
Aunque esta afirmación genera dudas: ¿para qué quieren a mujeres embarazadas como sicarios?, ¿qué tipo de red se necesita para lograr la transferencia de fondos del Ecuador a México, o de Honduras a Miami, o de El Salvador a San Francisco para liberar a los migrantes?, ¿qué tan eficaces como "mulas" pueden ser unos aterrados migrantes, fáciles víctimas de la Border Patrol, la DEA o de las policías locales en Estados Unidos?
Pero sobre todo, a menos de que se trate de un escarmiento ante un enemigo de gran calado, parece extraño que la única alternativa de los criminales ante el rechazo de sus víctimas a cooperar sea masacrarlos, a todos.
Hay algo en todo esto que no termina de cuadrar. Por eso en El Salvador, algunos analistas ven la marca de la Mara Salvatrucha en lo sanguinario del caso: no les huele a Zetas o a cárteles mexicanos.
Lo que sí cuadra es algo que me aclaró el ex subsecretario de Estado norteamericano para América Latina, Tom Shannon, hace ya 5 años, a propósito del vínculo entre las bandas criminales y migrantes.
Shannon explicaba en una cena que hasta hace pocos años (entonces) los polleros (o coyotes) que ayudaban a pasar a los migrantes eran una especie de "sherpas" o guías que les ayudaban, no siempre con efectividad y nunca por generosidad, a atravesar el desierto, encontrar transporte después de cruzar y llegar así a su destino.
Desde México no se solía pagar mucho más de 500 dólares para llegar, por ejemplo, a Nueva York; desde Centro América o el Ecuador quizá se pagaban hasta 2,000 dólares porque los gastos eran más elevados.
Pero al empezar a cerrarse la frontera a partir de 2005, y posteriormente (agrego yo) ante la derrota de la reforma migratoria integral en 2006 y 2007, y ahora ante la pasividad de Obama al respecto, se ha vuelto mucho más difícil entrar a Estados Unidos sin papeles, pero no imposible: sólo más caro.
Al aumentar el riesgo, sube el precio; al incrementarse éste, el negocio se vuelve más jugoso. Y al transformarse en un negocio mucho más atractivo, atrae a más y mayores criminales.
Es exactamente el mismo fenómeno que sucede con el narco, según mi amigo y también ex comandante guerrillero salvadoreño Facundo Guardado que, a diferencia de su ex colega Joaquín Villalobos, cree que la persecución del narco sólo vuelve más atractivo ese negocio y más gente quiere participar.
Cuando el negocio de pollero o coyote se torna hiperlucrativo, las bandas de criminales no sólo lo quieren, sino que pelean por las rutas, los puntos de entrada y de salida, el transporte y la corrupción de las autoridades mexicanas y norteamericanas. De una manera u otra, seguramente en este proceso yace la explicación de la masacre de San Fernando.
La culpa es de muchos: de los países expulsores incapaces de darle empleo a su gente; las autoridades mexicanas que han descuidado la frontera sur y la migración interna desde hace años; pero más que nadie lo es de Estados Unidos, que al negarse a adaptar sus leyes a la realidad, sólo transforman para mal esa realidad: en el horror.