Néstor Morales T
Discutir sobre los derechos humanos, bajo la premisa que lo ocurrido en los últimos 34 años ha constituido el mayor desafío político y moral que ha enfrentado nuestro pueblo, y que está destinado a marcar la historia de Chile por largo tiempo,no es fácil. Muchose ha escrito y dicho respecto a este tema y sus implicacncias enel proceso de desarrollo nacional sea para el perfeccionamiento de las instituciones que nutren lacerteza en la ejecución de políticas tendientes a la protección ybuen desarrollodelos DDHH, como en emn acercarse a mejores canalesque conduzcan a instancias de reconciliación de laspersonas con la historia reciente del país.
Para animar debates que tiendan a mantener “viva la memoria” de lo ocurrido durante la dictadura que se impuso entre 1973 y 1990 es necesario,sin duda, fortalecer la información y la capacidad de análisis de líderes de opinión sobre un tema considerado fundamental para una sana convivencia democrática futura, así como acercar estas discusiones y ciertas certezas básicas respecto a lo ocurrido con relación al Golpe Militar de 11 de Septiembre de 1973 y su posterior desarrollo crítico respecto al respecto por los derechos de las personas.
Para dar comienzo a este debate siento que es preciso centrarlo en la inserción de los derechos humanos y su influencia política, moral y cultural en cuatro momentos: a) nuestra historia y los DDHH, haciendo mención del período previo al golpe de 1973; b) la dictadura y su herencia; c) la transición y su incapacidad de resolución del conflicto; y d) la sociedad democrática futura. Obviamente, atraviesan esta discusión tres conceptos claves que atraviezan todas las discusiones: impunidad, verdad, justicia.
En efecto, Al hablar del período de la dictadura, existe consenso en la necesidad de no centrar la discusión en los crímenes perpetrados, respecto de lo cual todos tienen ya opinión formada, pues la conversación no haría un real aporte a las discusiones que se quiere alentar.
a) Nuestra historia y los derechos humanos
Analizando los niveles de participación popular y de desarrollo político desde los albores de la República, es posible llegar a calificar nuestra historia como casi idílica, pues, reconociendo las graves injusticias sociales existentes y hechos de violencia que deben avergonzarnos[1], los niveles de participación popular y la capacidad de la siempre creciente democracia permitían encontrar solución a los conflictos, disminuir la marginalidad y aumentar la participación. Influencia notable tuvieron en esos años instituciones solidarias y comunitarias como los sindicatos y cooperativas. Por lo demás, esas matanzas son cuantitativamente menores en comparación a otros países del continente.
Antes del 11 de septiembre el valor de la democracia no estaba en juego, pues nos pertenecía a todos. Sobre derechos humanos no se hablaba, pues si bien ellos no eran siempre respetados (especialmente los económicos, sociales y culturales), no se violaban en forma sistemática o como parte de una política de Estado. No se hablaba de derechos humanos, pero se “sentía” que se vivían. Tortura había, pero no institucionalizada[2].
Se hace necesario destacar el rol importante que en el desarrollo político chileno tuvo la derecha política, generalmente lejana del golpismo[3], y que, con contradicciones y dudas, “permitió” el nacimiento de una pujante clase media en el siglo pasado, y en el presente aceptó la incorporación al debate político de los sectores obreros y finalmente, en los sesenta, de los sectores campesinos.
b) La dictadura y su herencia
Lo más grave de la herencia de la dictadura es la pérdida de tres valores fundamentales: la cultura implícita de respeto de los derechos humanos que caracterizó nuestra historia precedente; la valoración de la democracia como un valor en sí; y el valor de la verdad como instrumento ético de la convivencia.
En efecto, el desprecio de la vida humana, la existencia de campos de concentración; la perversión de la ley -que de ser un elemento promotor y regulador del bien común se transformó en fundamento de los atropellos a las libertades-; la destrucción de una amplia red social; entre otros, constituyeron un cambio radical de todas las bases sobre las cuales se había construido el país por más de ciento cuarenta años. El Bando Nº 5 del 11 de septiembre es clarificador del propósito fundacional de la entonces Junta Militar, destinado a restablecer un supuesto Chile que en algún momento fue grande, para lo cual se hacía necesario construir una nueva sociedad que librara a Chile de la decadencia a que lo habían conducido el marxismo y la demagogia. Para llevarlo a cabo, las Fuerzas Armadas se autocalificaron como “reserva moral” de la Patria.
El régimen impuesto es completamente distinto al que habíamos conocido: las expresiones igualdad, participación, no discriminación, solidaridad, dignidad, se tradujeron en privilegio; exclusión, marginación; lucro, consumismo. La democracia había sido la causa del caos, o el caos mismo.
Las sistemáticas violaciones de los derechos humanos requirieron de la mentira, también practicada sistemáticamente, con la complicidad de los medios de comunicación social autorizados.
Esas violaciones eran alternadamente presentadas como “falsedades del marxismo internacional” (o sea, los hechos no ocurrieron) o como “producto de una guerra” (es decir, que ocurrieron, dentro de un contexto especial).
La mentira institucionalizada es el primer indicio de la impunidad, que cuando es sorprendida debe ser apoyada con instrumentos legales: leyes de amnistía, juzgamiento por tribunales parciales y obsecuentes, secreto militar y otros. En otros casos, la mentira y la impunidad se consagran con la muerte o la cárcel del osado que quiere verdad y justicia.
Además, la consolidación histórica del régimen se sostiene sobre la base de vulnerar con vocación de perpetuidad la voluntad popular democrática, para lo cual se consagran instituciones destinadas a hacer imperar la voluntad de los sucesores políticos del dictador. Las instituciones de los senadores designados, del sistema de distritos electorales binominales, y de altísimos quórum para modificar la Constitución y leyes orgánicas constitucionales persiguen que la mayoría popular sea siempre minoría parlamentaria.
c) La transición y la solución de los conflictos heredados
Antes del 16 de octubre de 1998[4] no es fácil hacer un corte sobre los derechos humanos durante la dictadura y su influencia en el futuro. En efecto, el lugar común “demos vuelta la página y miremos hacia el futuro” no responde a una realidad que sea auténticamente asumida por la población, la que continúa asimilando los derechos humanos con su violación durante la dictadura. En la práctica, el pretexto de la mirada hacia el futuro no se traduce en discusión y menos en implementación de una política de derechos humanos, pues el imaginario colectivo impide hacer una discusión que, por tratar de prescindir de la historia, tiene un carácter superfluo. A fin de cuentas, estamos marcados por la historia de la dictadura.
La vigencia política de la dictadura es la que ha impedido la reconciliación nacional, que supone -al menos- la restitución de los tres valores conculcados.
En efecto, el triunfo en el plebiscito de 1988 y en todas las elecciones posteriores no aseguró un cambio de proyecto social basado en el respeto de los derechos humanos y en la exclusión de la marginalidad, lo que impide un ‘nunca más’ auténtico y definitivo.
Las víctimas se sienten frustradas ante un sistema en que “su drama” no está en la agenda de la discusión política. Su desazón se ha extendido hacia todos aquellos que han entendido que ese drama es también “su propio drama”.
Además, la mayor afrenta política y moral de nuestra historia, ha ido quedando cada vez más reducida: de todo el conjunto de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, pareciera que lo único que merece atención es la recuperación de los restos de los detenidos desaparecidos aún no encontrados. No hay una discusión sobre el tema de los derechos humanos, ni en la política ni en la vida diaria, lo que se traduce en una impunidad moral, cotidiana y política. La legalidad no permite esta discusión y la mejor prueba es la ausencia de implementación de las recomendaciones de la Comisión Nacional de Verdad Reconciliación, pero hay un imaginario que se resiste a aceptar esa realidad.
No obstante, ese imaginario sobre los derechos humanos aparece cada cierto tiempo. No es verdad lo que dicen las encuestas que a la gente no le interesan los derechos humanos, para llegar a esa conclusión es seguro que la pregunta ha estado mal hecha, y la mejor demostración es que cuando se formula bien -‘¿le importan a usted los derechos humanos?’- la respuesta es categórica: a la gente si le importan los derechos humanos.
Cabe recordar las veces que el tema ha aparecido en la opinión pública desde el término de la dictadura: cada vez que se encuentran restos, en Pisagua, Colina o cualquier otro lugar; con el caso Letelier, y luego con la detención de Pinochet. Y en todas esas ocasiones ha quedado demostrado que es un tema plenamente vigente en la mente de los chilenos.
Sin embargo, los actores políticos -gobierno, legislativo- han visto en el espinoso tema un obstáculo a su propia convivencia interna, y un riesgo para la transición y la consolidación democrática, lo que fue unánimemente considerado un grave error de diagnóstico. Curiosamente, no son los actores políticos democráticos, obligados programáticamente tanto a establecer condiciones de justicia como a facilitar una cultura de los derechos humanos, los que reponen el tema en la agenda. Son justamente los sectores vinculados a los victimarios -civiles y militares- los que se encargan de hacerlo cada vez que aparecen restos o un atrevido juez cita a declarar a los responsables de atrocidades. La reacción, entonces, de los sectores políticos democráticos ha sido, generalmente y con importantísimas excepciones, la de buscar una “salida” al tema que satisfaga a esta nueva clase de “víctimas” (los militares citados a comparecer), y, en lo posible, claro está, encontrar los restos de los detenidos desaparecidos.
Dentro de esta visión, no es extraño que la detención de Pinochet haya causado la máxima incomodidad en la clase política, apareciendo discursos incomprensibles: ese día “se rompió la convivencia entre los chilenos y se puso término a la reconciliación”. Aquí se hace preciso poner el dedo en la llaga: el problema es al revés; la detención de Pinochet demostró que no había reconciliación, y simplemente se había barrido bajo la alfombra.
Por otra parte, la democracia concedida mantiene en los poderes fácticos la capitis diminutio impuesta al pueblo chileno en 1973. Haciendo referencia a una presentación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, un ciudadano común y corriente equivale a un 105.276avo de miembro del Consejo de Seguridad Nacional, pues éste -junto a otros siete “electores”- elige cuatro veces un senador, además de emitir su voto como ciudadano.
El efecto de este régimen que desconfía de la voluntad popular se traduce en consecuencias tales como: los jóvenes están desencantados, pues no ven gran diferencia con lo vivido durante la dictadura. No se percibe que el tema de los derechos humanos tiene que ver con la vida cotidiana y con la prohibición de la discriminación. El joven tiene una crisis de su sentido colectivo-político y de allí que para él sea ‘una gracia’ no inscribirse en los registros electorales[5].
El que los jóvenes no vean una gran diferencia con la dictadura, no significa que no valoren que hoy no se violen institucional ni masivamente los derechos humanos. Lo que reclaman es ver a los mismos actores, los que violaron los derechos humanos y los que mintieron al negar esas violaciones, dictar cátedra sobre democracia y moral pública. Ese es el efecto de la impunidad política que la dictadura legó a la democracia: hoy son considerados con la misma dignidad un ministro que expulsaba a chilenos de su Patria, ordenaba que fueran torturados, o los hacía desaparecer que un defensor de los derechos humanos. Ello degrada a la democracia, pues la hace perder todo su sentido ético. Se ha consagrado un auténtico empate moral, recordando una frase de José Manuel Parada: “haber sido partidario o adversario de los gobiernos de Alessandri, Frei o Allende, es un problema de opción política; respecto de la dictadura de Pinochet, es un problema moral”.
El actual sistema impide la solución de los graves problemas sociales que aquejan a nuestra sociedad. Antes, la democracia permitía la movilidad social y el término de la desigualdad. El sistema de hoy es profundamente injusto y desesperanzador, pues no se ofrecen respuestas a problemas de la vida diaria, y eso, en definitiva, va haciendo perder la fe en la democracia. Esto constituye un acercamiento del triunfo global del sistema pinochetista, mientras el sistema nos ha cambiado, pues antes éramos ciudadanos y hoy somos consumidores.
Por otra parte, es frustrante que, además de no haberse impuesto desde 1990 un régimen auténticamente democrático, solidario y participativo; ni de haberse implantado una auténtica cultura de respeto de los derechos humanos, tampoco se ha restablecido la concepción que la verdad debe ser un instrumento a respetar siempre por los poderes públicos. Hoy, las autoridades han perdido mucha credibilidad ante la opinión pública, como cuando se dice que se defienden principios y no personas; cuando no se informa sobre la gravedad de las crisis, cuando se considera demócratas a los totalitarios; cuando no se aceptan opiniones críticas emitidas en el exterior que antes se aplaudían; etc.
d) La esperanza de una sociedad democrática futura
Un concepto básico siento que es compartido por buena parte de la ciudadanía: no es posible una sociedad democrática futura construida sobre la base de la mentira respecto de nuestro pasado reciente. No es posible ignorar lo que ocurrió y que de ello hubo responsables. Ciertamente, se hablaba de los crímenes más atroces perpetrados contra nuestro pueblo y de la destrucción de una historia que, con miserias y grandeza, nos representaba.
No es legítimo ni histórico decir que los que destruyeron nuestra democracia y la consideración implícita del valor de los derechos humanos fueron los actores políticos que influyeron en la construcción de país en los últimos años de “la primera república”. Una democracia, producto de un consenso nacional, no puede estar sujeta a que un gobierno sea considerado por la oposición un buen gobierno, ni aún en el caso que efectivamente sea un mal gobierno. En los últimos años de esa primera república puede hablarse a lo más de desorden, de violencia, de intolerancia, de inflación, de carencias.
No de crímenes sistemáticos, masivos e institucionales. Pretender responsabilizar a los políticos civiles que gobernaban en 1973 -e, incluso a los anteriores- de las masacres, campos de concentración, centros de tortura, detenciones arbitrarias, desapariciones, exilios forzosos, etc. producidos desde el 11 de septiembre de 1973 hasta el 10 de marzo de 1990 (Jecar Nehgme fue asesinado en septiembre de 1989) no sólo es un atentado a la ética, a la verdad, e incluso al buen juicio, sino que una pretensión inadmisible de consagrar definitivamente el “empate moral” de que se hablaba más arriba.
El “efecto Londres” no sólo reveló que en Chile no había reconciliación, sino que los actores políticos y militares de los horrores en nada han cambiado: el 11 de septiembre fue una gesta heroica; las fuerzas armadas actuaron a pedido del pueblo para salvar a la Patria; no hay nada de qué pedir perdón. Más tarde los reconocimientos fruto de las extenuantes disucsiones en la Mesa de Diálogo en la que losmismos militares de pie y frente a una amplia representación de las fuerzas vivas del país en lo político, social y eclesiástico dieron a conocer su mea culpa respecto a lo ocurrido durante la dictadura.
Más aún: advertimos que ni siquiera estaba consolidada, como pensábamos, la verdad de que en Chile hubo detenidos desaparecidos: como en los peores momentos de la dictadura, un influyente senador de la ultra derecha, Beltrán Urenda, sostuvo que, según “mucha gente” que ha viajado y las han visto, “personas que aparecen como detenidos desaparecidos se encuentren en el extranjero y no quieran regresar a nuestro país” (El Mercurio 17 de diciembre de 1998).
Entre las condiciones que sirven como base de una reconciliación, figuran: el pleno restablecimiento un régimen democrático donde la mayoría sea mayoría y la minoría, minoría; la valoración de la verdad como base de la confianza necesaria para llevar adelante cualquier proyecto político; el reconocimiento del rol de cada cual durante la dictadura (el torturador es distinto al torturado, y cuando así nos reconozcamos podremos convivir juntos); el juzgamiento de los responsables por las violaciones más graves de los derechos humanos; la educación en derechos humanos en todos los niveles, de modo de formar una cultura que represente el real anhelo del nunca más[6]; la mantención viva de la memoria de lo ocurrido que permita superar las carencia de la justicia penal y consagre el “castigo social” por medios alternativos, como la literatura, el teatro, la investigación, la historia; el diálogo permanente de todo lo que ocurrió, pues hay temas de los que no se habla todavía con la publicidad y responsabilidad que se debiera, como son las torturas en toda su dimensión, los veteranos conscriptos del ’73 o eldestino delos hijos que esperaban diez detenidas desaparecidas (acreditadas) los que debieron haber sido dados a luz en cautiverio.
Los sectores democráticos deben hacer de los derechos humanos el mayor y más eficaz instrumento de construcción de país, en lugar de sumarse al interés de los sectores pinochetistas de negar un pasado de horror que el pueblo tiene muy presente. La diferencia ética de que hablaba José Manuel Parada debe ser advertida.
Debemos reconocer la necesidad de una derecha democrática como la que terminó en junio de 1966 cuando se formó el Partido Nacional -en sustitución de los históricos liberal y conservador- disuelto el mismo 11 de septiembre de 1973 porque se cumplieron los objetivos para el que se fundó, según su entonces presidente, Sergio Onofre Jarpa (El Mercurio, 11 de agosto de 1983). Pero su construcción sólo será posible si admite su terrible responsabilidad histórica en haber sido parte integrante y legitimadora de uno de los regímenes más oprobiosos de la segunda mitad del siglo XX. Hasta el momento no ha dado paso alguno en ese sentido, ni se divisa que en futuro próximo puedan darse.
No basta con no violar los derechos humanos para que estos estén garantizados, como no basta un parlamento para que haya democracia.
Respetar los derechos humanos importa una conciencia social general sobre la inviolabilidad de la persona humana y su libertad. La mayor garantía para que estos derechos se respeten es que el colectivo se horrorice con cada trasgresión[7].
Del mismo modo no es democracia aquel sistema que, además de no respetar la voluntad popular, no distingue entre victimarios y víctimas, entre torturados y torturadores, entre censores y libertarios
Finalmente, una sociedad democrática no puede construirse sobre la base de la discriminación. Desconocer que en Chile hay pueblos y culturas diferentes es inventar un país que no existe.
[1] En Chile siempre hubo matanzas, sobre todo contra partisanos o reclamantesde derechos violados frente a la autoridad.
[2] Se trata de una doble vía de tortura: por una parte la aplicada por los aparatos policiales a presos y detenidos y, por otra la de los patrones a los peones o campesinos, la que derivó en los procesos de industrialización menor a los que el país se incorpora esta tortura fue traspasada a los propietarios de industria contra los empleados razón por la cual la masa obrera proletaria surge como grupo social de estallido reivindicatorio.
[3] Cosa diferente poseen las izquierdas chilenas en este caso.
[4] Fecha de la detención de Augusto Pinochet en Londres por orden del Juez Baltasar Garzón
[5] Prueba de esa desafección con el sistema político por parte de la juventud redemuestra en la omnipresencia de la filosofía anarquista entre los adolescentes con las variantes, Punk; Vegana y otras o todas copulativas germinando una fórmula de pensamiento “nuevo” frente a sitiales de democracia representativa con carencias fuertes de participación y difuminación del rol de la persona frente a un colectivo cada vez más invisible como el mercado o la aldea global.
[6] Tal como lo dice Adela Cortina, lo importante es educar en los derechos para que las personas se socialicen en ellos, los degusten como un buen vino o los helados.
[7] Es necesario hacer hincapié en las violaciones a los DDHH que realizan los aparatos públicos como policías en las detenciones, las violaciones a DDHH de segunda generación y poner atención reala las agresiones sistemáticas contra grupos de personas como niños y mujeres por sus parejas y padres, así como los conflictos que redesarrollan tan sólo a metros de distancia nuestro como las agresiones a homosexuales, punkies, migrantes o los casos de guerrilla que persisten en América Latina, por ejemplo.
Para animar debates que tiendan a mantener “viva la memoria” de lo ocurrido durante la dictadura que se impuso entre 1973 y 1990 es necesario,sin duda, fortalecer la información y la capacidad de análisis de líderes de opinión sobre un tema considerado fundamental para una sana convivencia democrática futura, así como acercar estas discusiones y ciertas certezas básicas respecto a lo ocurrido con relación al Golpe Militar de 11 de Septiembre de 1973 y su posterior desarrollo crítico respecto al respecto por los derechos de las personas.
Para dar comienzo a este debate siento que es preciso centrarlo en la inserción de los derechos humanos y su influencia política, moral y cultural en cuatro momentos: a) nuestra historia y los DDHH, haciendo mención del período previo al golpe de 1973; b) la dictadura y su herencia; c) la transición y su incapacidad de resolución del conflicto; y d) la sociedad democrática futura. Obviamente, atraviesan esta discusión tres conceptos claves que atraviezan todas las discusiones: impunidad, verdad, justicia.
En efecto, Al hablar del período de la dictadura, existe consenso en la necesidad de no centrar la discusión en los crímenes perpetrados, respecto de lo cual todos tienen ya opinión formada, pues la conversación no haría un real aporte a las discusiones que se quiere alentar.
a) Nuestra historia y los derechos humanos
Analizando los niveles de participación popular y de desarrollo político desde los albores de la República, es posible llegar a calificar nuestra historia como casi idílica, pues, reconociendo las graves injusticias sociales existentes y hechos de violencia que deben avergonzarnos[1], los niveles de participación popular y la capacidad de la siempre creciente democracia permitían encontrar solución a los conflictos, disminuir la marginalidad y aumentar la participación. Influencia notable tuvieron en esos años instituciones solidarias y comunitarias como los sindicatos y cooperativas. Por lo demás, esas matanzas son cuantitativamente menores en comparación a otros países del continente.
Antes del 11 de septiembre el valor de la democracia no estaba en juego, pues nos pertenecía a todos. Sobre derechos humanos no se hablaba, pues si bien ellos no eran siempre respetados (especialmente los económicos, sociales y culturales), no se violaban en forma sistemática o como parte de una política de Estado. No se hablaba de derechos humanos, pero se “sentía” que se vivían. Tortura había, pero no institucionalizada[2].
Se hace necesario destacar el rol importante que en el desarrollo político chileno tuvo la derecha política, generalmente lejana del golpismo[3], y que, con contradicciones y dudas, “permitió” el nacimiento de una pujante clase media en el siglo pasado, y en el presente aceptó la incorporación al debate político de los sectores obreros y finalmente, en los sesenta, de los sectores campesinos.
b) La dictadura y su herencia
Lo más grave de la herencia de la dictadura es la pérdida de tres valores fundamentales: la cultura implícita de respeto de los derechos humanos que caracterizó nuestra historia precedente; la valoración de la democracia como un valor en sí; y el valor de la verdad como instrumento ético de la convivencia.
En efecto, el desprecio de la vida humana, la existencia de campos de concentración; la perversión de la ley -que de ser un elemento promotor y regulador del bien común se transformó en fundamento de los atropellos a las libertades-; la destrucción de una amplia red social; entre otros, constituyeron un cambio radical de todas las bases sobre las cuales se había construido el país por más de ciento cuarenta años. El Bando Nº 5 del 11 de septiembre es clarificador del propósito fundacional de la entonces Junta Militar, destinado a restablecer un supuesto Chile que en algún momento fue grande, para lo cual se hacía necesario construir una nueva sociedad que librara a Chile de la decadencia a que lo habían conducido el marxismo y la demagogia. Para llevarlo a cabo, las Fuerzas Armadas se autocalificaron como “reserva moral” de la Patria.
El régimen impuesto es completamente distinto al que habíamos conocido: las expresiones igualdad, participación, no discriminación, solidaridad, dignidad, se tradujeron en privilegio; exclusión, marginación; lucro, consumismo. La democracia había sido la causa del caos, o el caos mismo.
Las sistemáticas violaciones de los derechos humanos requirieron de la mentira, también practicada sistemáticamente, con la complicidad de los medios de comunicación social autorizados.
Esas violaciones eran alternadamente presentadas como “falsedades del marxismo internacional” (o sea, los hechos no ocurrieron) o como “producto de una guerra” (es decir, que ocurrieron, dentro de un contexto especial).
La mentira institucionalizada es el primer indicio de la impunidad, que cuando es sorprendida debe ser apoyada con instrumentos legales: leyes de amnistía, juzgamiento por tribunales parciales y obsecuentes, secreto militar y otros. En otros casos, la mentira y la impunidad se consagran con la muerte o la cárcel del osado que quiere verdad y justicia.
Además, la consolidación histórica del régimen se sostiene sobre la base de vulnerar con vocación de perpetuidad la voluntad popular democrática, para lo cual se consagran instituciones destinadas a hacer imperar la voluntad de los sucesores políticos del dictador. Las instituciones de los senadores designados, del sistema de distritos electorales binominales, y de altísimos quórum para modificar la Constitución y leyes orgánicas constitucionales persiguen que la mayoría popular sea siempre minoría parlamentaria.
c) La transición y la solución de los conflictos heredados
Antes del 16 de octubre de 1998[4] no es fácil hacer un corte sobre los derechos humanos durante la dictadura y su influencia en el futuro. En efecto, el lugar común “demos vuelta la página y miremos hacia el futuro” no responde a una realidad que sea auténticamente asumida por la población, la que continúa asimilando los derechos humanos con su violación durante la dictadura. En la práctica, el pretexto de la mirada hacia el futuro no se traduce en discusión y menos en implementación de una política de derechos humanos, pues el imaginario colectivo impide hacer una discusión que, por tratar de prescindir de la historia, tiene un carácter superfluo. A fin de cuentas, estamos marcados por la historia de la dictadura.
La vigencia política de la dictadura es la que ha impedido la reconciliación nacional, que supone -al menos- la restitución de los tres valores conculcados.
En efecto, el triunfo en el plebiscito de 1988 y en todas las elecciones posteriores no aseguró un cambio de proyecto social basado en el respeto de los derechos humanos y en la exclusión de la marginalidad, lo que impide un ‘nunca más’ auténtico y definitivo.
Las víctimas se sienten frustradas ante un sistema en que “su drama” no está en la agenda de la discusión política. Su desazón se ha extendido hacia todos aquellos que han entendido que ese drama es también “su propio drama”.
Además, la mayor afrenta política y moral de nuestra historia, ha ido quedando cada vez más reducida: de todo el conjunto de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, pareciera que lo único que merece atención es la recuperación de los restos de los detenidos desaparecidos aún no encontrados. No hay una discusión sobre el tema de los derechos humanos, ni en la política ni en la vida diaria, lo que se traduce en una impunidad moral, cotidiana y política. La legalidad no permite esta discusión y la mejor prueba es la ausencia de implementación de las recomendaciones de la Comisión Nacional de Verdad Reconciliación, pero hay un imaginario que se resiste a aceptar esa realidad.
No obstante, ese imaginario sobre los derechos humanos aparece cada cierto tiempo. No es verdad lo que dicen las encuestas que a la gente no le interesan los derechos humanos, para llegar a esa conclusión es seguro que la pregunta ha estado mal hecha, y la mejor demostración es que cuando se formula bien -‘¿le importan a usted los derechos humanos?’- la respuesta es categórica: a la gente si le importan los derechos humanos.
Cabe recordar las veces que el tema ha aparecido en la opinión pública desde el término de la dictadura: cada vez que se encuentran restos, en Pisagua, Colina o cualquier otro lugar; con el caso Letelier, y luego con la detención de Pinochet. Y en todas esas ocasiones ha quedado demostrado que es un tema plenamente vigente en la mente de los chilenos.
Sin embargo, los actores políticos -gobierno, legislativo- han visto en el espinoso tema un obstáculo a su propia convivencia interna, y un riesgo para la transición y la consolidación democrática, lo que fue unánimemente considerado un grave error de diagnóstico. Curiosamente, no son los actores políticos democráticos, obligados programáticamente tanto a establecer condiciones de justicia como a facilitar una cultura de los derechos humanos, los que reponen el tema en la agenda. Son justamente los sectores vinculados a los victimarios -civiles y militares- los que se encargan de hacerlo cada vez que aparecen restos o un atrevido juez cita a declarar a los responsables de atrocidades. La reacción, entonces, de los sectores políticos democráticos ha sido, generalmente y con importantísimas excepciones, la de buscar una “salida” al tema que satisfaga a esta nueva clase de “víctimas” (los militares citados a comparecer), y, en lo posible, claro está, encontrar los restos de los detenidos desaparecidos.
Dentro de esta visión, no es extraño que la detención de Pinochet haya causado la máxima incomodidad en la clase política, apareciendo discursos incomprensibles: ese día “se rompió la convivencia entre los chilenos y se puso término a la reconciliación”. Aquí se hace preciso poner el dedo en la llaga: el problema es al revés; la detención de Pinochet demostró que no había reconciliación, y simplemente se había barrido bajo la alfombra.
Por otra parte, la democracia concedida mantiene en los poderes fácticos la capitis diminutio impuesta al pueblo chileno en 1973. Haciendo referencia a una presentación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, un ciudadano común y corriente equivale a un 105.276avo de miembro del Consejo de Seguridad Nacional, pues éste -junto a otros siete “electores”- elige cuatro veces un senador, además de emitir su voto como ciudadano.
El efecto de este régimen que desconfía de la voluntad popular se traduce en consecuencias tales como: los jóvenes están desencantados, pues no ven gran diferencia con lo vivido durante la dictadura. No se percibe que el tema de los derechos humanos tiene que ver con la vida cotidiana y con la prohibición de la discriminación. El joven tiene una crisis de su sentido colectivo-político y de allí que para él sea ‘una gracia’ no inscribirse en los registros electorales[5].
El que los jóvenes no vean una gran diferencia con la dictadura, no significa que no valoren que hoy no se violen institucional ni masivamente los derechos humanos. Lo que reclaman es ver a los mismos actores, los que violaron los derechos humanos y los que mintieron al negar esas violaciones, dictar cátedra sobre democracia y moral pública. Ese es el efecto de la impunidad política que la dictadura legó a la democracia: hoy son considerados con la misma dignidad un ministro que expulsaba a chilenos de su Patria, ordenaba que fueran torturados, o los hacía desaparecer que un defensor de los derechos humanos. Ello degrada a la democracia, pues la hace perder todo su sentido ético. Se ha consagrado un auténtico empate moral, recordando una frase de José Manuel Parada: “haber sido partidario o adversario de los gobiernos de Alessandri, Frei o Allende, es un problema de opción política; respecto de la dictadura de Pinochet, es un problema moral”.
El actual sistema impide la solución de los graves problemas sociales que aquejan a nuestra sociedad. Antes, la democracia permitía la movilidad social y el término de la desigualdad. El sistema de hoy es profundamente injusto y desesperanzador, pues no se ofrecen respuestas a problemas de la vida diaria, y eso, en definitiva, va haciendo perder la fe en la democracia. Esto constituye un acercamiento del triunfo global del sistema pinochetista, mientras el sistema nos ha cambiado, pues antes éramos ciudadanos y hoy somos consumidores.
Por otra parte, es frustrante que, además de no haberse impuesto desde 1990 un régimen auténticamente democrático, solidario y participativo; ni de haberse implantado una auténtica cultura de respeto de los derechos humanos, tampoco se ha restablecido la concepción que la verdad debe ser un instrumento a respetar siempre por los poderes públicos. Hoy, las autoridades han perdido mucha credibilidad ante la opinión pública, como cuando se dice que se defienden principios y no personas; cuando no se informa sobre la gravedad de las crisis, cuando se considera demócratas a los totalitarios; cuando no se aceptan opiniones críticas emitidas en el exterior que antes se aplaudían; etc.
d) La esperanza de una sociedad democrática futura
Un concepto básico siento que es compartido por buena parte de la ciudadanía: no es posible una sociedad democrática futura construida sobre la base de la mentira respecto de nuestro pasado reciente. No es posible ignorar lo que ocurrió y que de ello hubo responsables. Ciertamente, se hablaba de los crímenes más atroces perpetrados contra nuestro pueblo y de la destrucción de una historia que, con miserias y grandeza, nos representaba.
No es legítimo ni histórico decir que los que destruyeron nuestra democracia y la consideración implícita del valor de los derechos humanos fueron los actores políticos que influyeron en la construcción de país en los últimos años de “la primera república”. Una democracia, producto de un consenso nacional, no puede estar sujeta a que un gobierno sea considerado por la oposición un buen gobierno, ni aún en el caso que efectivamente sea un mal gobierno. En los últimos años de esa primera república puede hablarse a lo más de desorden, de violencia, de intolerancia, de inflación, de carencias.
No de crímenes sistemáticos, masivos e institucionales. Pretender responsabilizar a los políticos civiles que gobernaban en 1973 -e, incluso a los anteriores- de las masacres, campos de concentración, centros de tortura, detenciones arbitrarias, desapariciones, exilios forzosos, etc. producidos desde el 11 de septiembre de 1973 hasta el 10 de marzo de 1990 (Jecar Nehgme fue asesinado en septiembre de 1989) no sólo es un atentado a la ética, a la verdad, e incluso al buen juicio, sino que una pretensión inadmisible de consagrar definitivamente el “empate moral” de que se hablaba más arriba.
El “efecto Londres” no sólo reveló que en Chile no había reconciliación, sino que los actores políticos y militares de los horrores en nada han cambiado: el 11 de septiembre fue una gesta heroica; las fuerzas armadas actuaron a pedido del pueblo para salvar a la Patria; no hay nada de qué pedir perdón. Más tarde los reconocimientos fruto de las extenuantes disucsiones en la Mesa de Diálogo en la que losmismos militares de pie y frente a una amplia representación de las fuerzas vivas del país en lo político, social y eclesiástico dieron a conocer su mea culpa respecto a lo ocurrido durante la dictadura.
Más aún: advertimos que ni siquiera estaba consolidada, como pensábamos, la verdad de que en Chile hubo detenidos desaparecidos: como en los peores momentos de la dictadura, un influyente senador de la ultra derecha, Beltrán Urenda, sostuvo que, según “mucha gente” que ha viajado y las han visto, “personas que aparecen como detenidos desaparecidos se encuentren en el extranjero y no quieran regresar a nuestro país” (El Mercurio 17 de diciembre de 1998).
Entre las condiciones que sirven como base de una reconciliación, figuran: el pleno restablecimiento un régimen democrático donde la mayoría sea mayoría y la minoría, minoría; la valoración de la verdad como base de la confianza necesaria para llevar adelante cualquier proyecto político; el reconocimiento del rol de cada cual durante la dictadura (el torturador es distinto al torturado, y cuando así nos reconozcamos podremos convivir juntos); el juzgamiento de los responsables por las violaciones más graves de los derechos humanos; la educación en derechos humanos en todos los niveles, de modo de formar una cultura que represente el real anhelo del nunca más[6]; la mantención viva de la memoria de lo ocurrido que permita superar las carencia de la justicia penal y consagre el “castigo social” por medios alternativos, como la literatura, el teatro, la investigación, la historia; el diálogo permanente de todo lo que ocurrió, pues hay temas de los que no se habla todavía con la publicidad y responsabilidad que se debiera, como son las torturas en toda su dimensión, los veteranos conscriptos del ’73 o eldestino delos hijos que esperaban diez detenidas desaparecidas (acreditadas) los que debieron haber sido dados a luz en cautiverio.
Los sectores democráticos deben hacer de los derechos humanos el mayor y más eficaz instrumento de construcción de país, en lugar de sumarse al interés de los sectores pinochetistas de negar un pasado de horror que el pueblo tiene muy presente. La diferencia ética de que hablaba José Manuel Parada debe ser advertida.
Debemos reconocer la necesidad de una derecha democrática como la que terminó en junio de 1966 cuando se formó el Partido Nacional -en sustitución de los históricos liberal y conservador- disuelto el mismo 11 de septiembre de 1973 porque se cumplieron los objetivos para el que se fundó, según su entonces presidente, Sergio Onofre Jarpa (El Mercurio, 11 de agosto de 1983). Pero su construcción sólo será posible si admite su terrible responsabilidad histórica en haber sido parte integrante y legitimadora de uno de los regímenes más oprobiosos de la segunda mitad del siglo XX. Hasta el momento no ha dado paso alguno en ese sentido, ni se divisa que en futuro próximo puedan darse.
No basta con no violar los derechos humanos para que estos estén garantizados, como no basta un parlamento para que haya democracia.
Respetar los derechos humanos importa una conciencia social general sobre la inviolabilidad de la persona humana y su libertad. La mayor garantía para que estos derechos se respeten es que el colectivo se horrorice con cada trasgresión[7].
Del mismo modo no es democracia aquel sistema que, además de no respetar la voluntad popular, no distingue entre victimarios y víctimas, entre torturados y torturadores, entre censores y libertarios
Finalmente, una sociedad democrática no puede construirse sobre la base de la discriminación. Desconocer que en Chile hay pueblos y culturas diferentes es inventar un país que no existe.
[1] En Chile siempre hubo matanzas, sobre todo contra partisanos o reclamantesde derechos violados frente a la autoridad.
[2] Se trata de una doble vía de tortura: por una parte la aplicada por los aparatos policiales a presos y detenidos y, por otra la de los patrones a los peones o campesinos, la que derivó en los procesos de industrialización menor a los que el país se incorpora esta tortura fue traspasada a los propietarios de industria contra los empleados razón por la cual la masa obrera proletaria surge como grupo social de estallido reivindicatorio.
[3] Cosa diferente poseen las izquierdas chilenas en este caso.
[4] Fecha de la detención de Augusto Pinochet en Londres por orden del Juez Baltasar Garzón
[5] Prueba de esa desafección con el sistema político por parte de la juventud redemuestra en la omnipresencia de la filosofía anarquista entre los adolescentes con las variantes, Punk; Vegana y otras o todas copulativas germinando una fórmula de pensamiento “nuevo” frente a sitiales de democracia representativa con carencias fuertes de participación y difuminación del rol de la persona frente a un colectivo cada vez más invisible como el mercado o la aldea global.
[6] Tal como lo dice Adela Cortina, lo importante es educar en los derechos para que las personas se socialicen en ellos, los degusten como un buen vino o los helados.
[7] Es necesario hacer hincapié en las violaciones a los DDHH que realizan los aparatos públicos como policías en las detenciones, las violaciones a DDHH de segunda generación y poner atención reala las agresiones sistemáticas contra grupos de personas como niños y mujeres por sus parejas y padres, así como los conflictos que redesarrollan tan sólo a metros de distancia nuestro como las agresiones a homosexuales, punkies, migrantes o los casos de guerrilla que persisten en América Latina, por ejemplo.
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