
En junio de 2002, el Presidente George W. Bush pronunció un discurso ante la Academia militar estadounidense de West Point que marcó el inicio del camino hacia la guerra en Irak. El discurso es recordado porque en él Bush desplegó su doctrina de la autodefensa preventiva, pero junto con este principio hizo una declaración respecto de los valores por los que se guía Estados Unidos, que buscaba demostrar que el poder de este país no debe ser temido. “EEUU no tiene un imperio que extender o una utopía que establecer”, dijo a su audiencia. “Deseamos para los demás sólo lo que deseamos para nosotros mismos: estar a salvo de la violencia, los dones de la libertad y la esperanza en una vida mejor”.
La idea de la utopía volvió a ser invocada en la estrategia de seguridad nacional de la Casa Blanca publicada pocos meses después de West Point. El tema del documento, que pretendía presentar un declaración definitiva sobre la política exterior de EEUU, era que el país buscaría “un equilibrio de poder que favorezca la libertad”. El informe decía que EEUU se había unido en el siglo XX a la batalla contra los regímenes totalitarios basados en “visiones militantes de clase, nación y raza, que prometían una utopía y entregaban miseria”. Señalaba luego que, ahora, ante una amenaza terrorista (que el gobierno pronto caracterizaría como una nueva forma de totalitarismo), EEUU utilizaría su posición predominante en el mundo para asegurar “décadas de paz, prosperidad y libertad”. Una reacción frente a esta retórica consiste en preguntarse cómo alguien tiene cara para descalificar las consecuencias mortales del utopismo prometiendo a la vez construir una era de paz y libertad universales. Ahora, cuando vemos a escala completa la debacle producida por la invasión a Irak, es difícil no ver esto como una consecuencia natural de dicha falta de rigor.
John Gray sugiere que el instinto utópico en la política moderna debe entenderse como una especie de impulso religioso sublimado. Hay una línea directa de continuidad entre el pensamiento de las religiones milenarias, que anuncian un tiempo final donde todo el mal será alejado del mundo, y las visiones políticas como el marxismo, que declaran buscar resolver el enigma de la historia. Los movimientos visionarios seculares basados ostensiblemente en argumentos científicos deberían, de hecho, ser vistos como mitos que obtienen su fuerza al abordar la necesidad humana de tener un sentido, la que previamente había sido respondida por la religión. A la larga, dice Gray, todas las utopías son expresión de fe más que de razón, porque no existe base racional para la idea de que el hombre pueda transformar radicalmente su condición. Gray se ha establecido como tenaz crítico de las políticas contemporáneas de libre mercado y traza la manera en que el pensamiento utópico se ha apoderado de la derecha política anglo-estadounidense.
Después del 11 de septiembre de 2001, el Presidente Bush anunció una campaña que tenía tonalidades milenarias explícitas: librar al mundo del mal. Los cristianos fundamentalistas de EEUU se unieron a los neocon que creían que la democracia podía establecerse en el mundo por la fuerza. Pero a muchos en el Gobierno estadounidense, que apoyaban la invasión, en especial la facción reunida en torno del vicepresidente Dick Cheney, les importaban poco las ideas universales de democracia y les preocupaba sobre todo eliminar a un líder extranjero que se enfrentaba a Washington. Luego de la debacle en Irak, Gray llama a un regreso al realismo. Pero si bien el realismo es un correctivo necesario para el idealismo utópico, es igualmente cierto que el realismo incontrolado probablemente conducirá a estrechar las posibilidades políticas. Sin alguna apelación a los valores universales, no hay punto de partida para desafiar las prácticas injustas que se dan ampliamente como un hecho. Gray analiza la abolición del comercio de esclavos diciendo que no era un proyecto utópico, porque no era inherentemente no realizable. Pero existe un término medio entre los proyectos utópicos que son claramente imposibles de lograr y un realismo que se aplica sólo para paliar los inevitables daños de un mundo imperfecto.
Este término medio, tal como fue elaborado por sucesivas generaciones de idealistas durante el siglo XX, es el que interesa al historiador cultural Jay Winter. Winter escribe sobre las “utopías menores”, en contraposición a las “utopías mayores” que implicaron matanzas generalizadas. Describe a éstas como visiones de una transformación parcial que “esbozan un mundo muy diferente a aquel donde vivimos, pero del cual no se han eliminado todos los conflictos sociales ni toda la opresión”. Winter es un contrapeso perfecto a Gray porque dice precisamente lo que Gray niega: hay algo inherentemente valioso en la tradición visionaria del pensamiento político que no puede ser aislado de los peores extremos de la criminalidad utópica.
Los movimientos que Winter explora cruzan el siglo pasado y encajan nítidamente en dos grupos, divididos por la Segunda Guerra Mundial. En la primera parte de la centuria, los pensadores que él ha elegido elaboraron proyectos transformadores basados en la nación o en la clase social y destinados por sobre todo a asegurar la paz. Un ejemplo fue el ideal de “auto-determinación” de Woodrow Wilson. Otros, menos recordados en la actualidad, buscaban ahuyentar las guerras extendiendo la comprensión internacional a través de la fotografía o mediante la movilización de los partidos socialistas en el mundo, o por el ideal del progreso científico. Todos estos proyectos, por supuesto, fracasaron. Winter afirma que, luego de 1945, los proyectos visionarios tuvieron metas más limitadas y tendieron a basarse en nociones “descentralizadas” de los derechos individuales o la sociedad civil. Entre éstos estaban el movimiento por los derechos humanos, la teología de la liberación, los alzamientos de 1968, las campañas por el medio ambiente, los derechos de la mujer y la justicia internacional. Aunque Winter admite que estos movimientos han tenido éxitos limitados, algunos siguen dando forma al mundo en que vivimos.
En respuesta a los excesos potenciales de las políticas utópicas, pueden imaginarse dos formas de oposición. Una, a la que adhiere Gray, es una por temperamento. Propone una mirada escéptica, alerta a los peligros de la transformación política radical. Este punto de vista es un correctivo para los mayores niveles de autodecepción que pueden afectar a todos los movimientos que declaran hablar en nombre de la humanidad o de los derechos. Pero esa mirada escéptica, arriesga también cancelar la perspectiva de cualquier transformación seria de las circunstancias políticas, y sin esta esperanza hasta las reformas moderadas pueden diluirse.
Más aún, el realista no puede formular ningún argumento sustantivo contra los movimientos utópicos, más allá de intentar persuadirlos a que miren más de cerca los efectos probables de sus acciones. La segunda forma de oposición consiste en una oposición intelectual que se relacionen en términos propios con los movimientos utopistas, cuestionando los valores a los que éstos apelan. Contra la meta neoconservadora de la democratización militante, afirma la importancia de la ley internacional. Al régimen totalitario que deporta o mata a las minorías, le dice que la dignidad humana y el derecho a la vida son inviolables. También la preservación del ambiente natural puede ser un valor abstracto al que se apele. El punto con este tipo de oposición es que no impide el lenguaje del idealismo político, sino que invoca un conjunto diferente de ideas. A la larga, ambas formas de oposición son contrapesos necesarios al abuso del poder en nombre de un mundo ideal. Ninguna es suficiente por sí misma.
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